El director Lech Kowalski, cuya filmografía se compone única
y exclusivamente de documentales, se hizo amigo de una serie de yonkies para,
una vez ganada su confianza, poder meterse con su cámara de 16 mm en lo mas
profundo de los bajos fondos neoyorkinos. Así, entre entrevistas a adictos y
traficantes, visitas a narcosalas y reconstrucciones en ficción de algunos de
los hechos que Spaceley le explica, podemos hacernos una idea del infierno que
supone ser un adicto a las drogas duras. Infierno, que por otro lado, y bajo mi
opinión, se han buscado ellos solitos.
Yonkis inyectándose, Spaceley pasando el mono, transacciones
de droga y trapicheos se imponen en un documental del todo sensacionalista y
cercano al “mondo” italiano, que tras su visionado, deja al espectador con muy
mal cuerpo.
El formato elegido le da un tono sórdido a la película,
pero ya lejos de texturas o del grano de celuloide, es que los lugares donde
filma Kowalski son lo más asqueroso visto en una pantalla, amén de los
individuos que pululan a lo largo del metraje, o esos primeros planos de gente
picándose.
Mención especial para algunos momentos en relación al
protagonista. En una escena en la que, tras días de andar por ahí tirado,
picándose y demás, decide asearse un poco, sus venas están ya tan agujereadas que en un plano en que está peinándose, la cámara se mueve un poco para
mostrarnos unas gotas de sangre en el brazo con el que se atusa el pelo cuyas heridas, ya tan maltrechas, no se
curan jamás.
Turbador resulta también el plano en el que el yonki limpia sus botas manchadas con su propia sangre.
Un documento tan aterrador como atrayente, al que además
tenemos que añadir el valor de incluir algunas escenas de ficción, como aquella en que un camello asesina a otro tras un
problema territorial.
Muy recomendable… siempre y cuando dispongas de un estómago de
acero y no tengas la sensibilidad a flor de piel.