Consecuencia de este éxito surge la película del mismo
título que nos ocupa.
Cuenta la historia de dos individuos de aspecto setentero
que acuden a una peluquería a vender una
maleta de cocaína. Una vez allí, se monta un pifostio de viajes en el tiempo, e
incluso metaviajes a través de la película, que contando con un solo escenario
y dos actores, se convierte en una paradoja: Si dejamos al margen todo el
trillado rollo postmoderno que se gasta, todo ese rollo cool impostado (que
quizás no lo era tanto en la obra de teatro en 2002) que tanta grima me da a
día de hoy, está claro que lo que funciona a la perfección en el teatro, no lo
hace en absoluto en el cine. La obra era divertida; la adaptación al cine, con
los diálogos prácticamente calcados, es un espanto. Una falta de ritmo, un
diseño de producción pauperrimo, y unos actores con prisa por soltar los
diálogos, hartos ya de soltarlos cientos de veces en los escenarios, convierten
esta película en una de las peores y menos divertidas que he visto en mi vida.
En serio, una obrita más o menos divertida con la que sales del teatro con una
sonrisilla, se torna peste absoluta llevada al cine con tan poca pericia y tan
pocas ganas. Un desastre. Claro, que sus artífices siempre pueden decir que la
culpa es del corto presupuesto con el que contaban.
La culpa es de los actores y sobretodo del director, incapaz
de adaptar bien el material con el que contaba, que dicho sea de paso, tampoco
es que fuera muy cinematográfico. Su nombre: Borja Echevarría, que escribe para
televisión (“¡Vaya Semanita”!) y dirige
toda suerte de cortos.
Quizás esta película le sirva de escarmiento a “Sexpeare”
para no salir de los escenarios en pro del cine, porque dudo mucho que ellos
opinen que esta película esté ni medio bien.