sábado, 29 de febrero de 2020

DRACULA IN VEGAS

Max es un vampiro que acude a las Vegas para estudiar en la universidad. Sus padres, chupasangres también, le mandan allí esperando que se ponga las botas mordiendo a las muchas chicas amorales que pululan por los casinos, pero resulta que Max se enamora de una y decide que quiere dejar la vida de criatura nocturna. Esto obliga a sus viejos a desplazarse hasta la ciudad del pecado para arreglar el entuerto y convencer al retoño de que se mantenga fiel a sus verdaderos y sobrenaturales instintos.
Viendo "Dracula in Vegas" sabía que me exponía a una experiencia dolorosa, pero hacía tiempo que tenía ganas de escribir en este blog sobre su peculiar director, Nick Millard. Al poder consumirla con subtítulos (en inglés, se me da mejor leído que escuchado), vi que era el momento adecuado, ya que esta clase de zetismos extremos cuestan más de digerir si no pillas del todo los diálogos. Y ese interés desbocado por hablar de Millard obedece únicamente a que se trata de unos de los cineastas "trash" más extraños que existen. Alguien que, por comparación, eleva a Andy Milligan al nivel de genio. 
Millard es uno de esos tipejos que pudieron meterse en el negocio del cine, rodando en celuloide y estrenando en salas, gracias a la enorme demanda de producto netamente exploitation que había en los años 60 y 70  (como James Bryan, por ejemplo). Una época en la que cualquier mindundi con un mínimo de dinero lograba ver su nombre en las marquesinas de la calle 42, embolsarse algo de guita e incluso pasar a la historia o, mejor, la infrahistoria del cine. Como es normal, llegados los 80, con el cambio de los tiempos, del mercado "indie" y la subida del precio del celuloide, muchos de ellos se vieron obligados a retirarse o.... pasarse al vídeo. Es decir, a hacer sus películas en formato magnetoscópico. Era algo nuevo que, poco a poco, encontraba su hueco en los estantes de los entonces poderosos video-clubs y valía la pena intentarlo. No sé si por desesperación, ingenuidad o verdadero amor al séptimo arte, Nick Millard fue uno de esos pringadillos. Alguien que comenzó en los 60 pariendo softcores, pasándose al porno en cuanto este se hizo legal. Más o menos por esa época -mediados de los 70-, lo intenta con el cine convencional. Eso sí, de terror. Y rueda dos "clásicos" del zetismo, "Satan's Black Wedding" y, sobre todo, "Criminally Insane", sobre los desmanes de una enfermera obesa de tendencias psicópatas. Tras un par o tres de pelis más, en 1986 se lanza a producir largometrajes en formato vídeo. Y ya desde buen principio hace gala de una serie de incapacidades que si antes, con el celuloide, quedaban algo disimuladas, ahora cantan como una almeja. Nick Millard pasa de cineasta costroso profesional a videoasta costrosísimo totalmente amateur, grabando en su propia casa, usando a la familia como actores y viéndose incapaz de alcanzar un nivel mínimo de calidad técnica. Lo que mejor se le da, es poner la cámara en el trípode. De esta guisa graba un porrón de basurillas, siendo las más populares varias en las que retoma al personaje de la enfermera desquiciada con "Death Nurse" o "Death Nurse 2", aunque el caso más sorprendente es el de "Criminally Insane 2", secuela directa de su film setentero donde no tiene reparo alguno en reciclar un porrón de escenas de aquella para alargar metraje, mucho metraje. A esta siguen unas cuantas más, entre las que encontramos "Dracula in Vegas", facturada el año 1999.
Para entonces ya existían ciertas máquinas que te permitían editar bien tus vídeos, solapar diálogos... en fin, dar ritmo a las imágenes. Algo que, visto lo visto, Nick Millard desconocía, haciendo gala de unos defectos tan propios de novatillo como esas terribles charlas en las que cada discurso es un plano, con unos segundos de pausa por parte del "actor" antes de soltarlo y al terminarlo. Cuando el otro dialogante reacciona con una mueca, también se limitan a un plano suyo en silencio, donde lo único que notamos es que el sonido ambiente cambia por completo. Es decir, un modo de facer tan elemental y costroso que sorprende viniendo de alguien que llevaba casi cuatro décadas facturando películas (con catorce de esos años dedicados al cine de verdad). Supongo que podemos achacarlo a pura pereza o mero desinterés. El resto está a la altura: intérpretes que parecen robots y/o miran a cámara, iluminación "natural" (incluyo aquí las bombillas de la estancia donde grabaran), efectos de tienda de disfraces (esos dientes vampíricos que todos tuvimos de chavales)... un montón de características que por lo general me MOLAN MUCHO, pero cuando son aplicadas con gracia, conocimiento de causa o actitud... pero cuando todo lo que las rodea es incapacidad, el resultado se antoja perturbador.
"Dracula in Vegas" se supone una comedia de terror, aunque gracia lo que se dice gracia, hacen un par de gags. Sobre todo ver a la madre del chupasangre protagonista soltar tacos e improperios todo el rato, acusando a su novia de ser una puta y tener sida. En general el tono mortecino, sin alma, sin color y sin vida contribuye a que el visionado sea una experiencia casi hipnótica, rara de cojones. No falta la escena increíble -increíble por la jeta que demuestra Millard- en la que el vampiro acude al rodaje de una peli "artística" limitada a un encorbatado señor, supuestamente el director, hablando a gritos y señalando a la cámara y los actores que están fuera de cuadro y que, evidentemente, son material sacado de otra fuente. En concreto la escena que se filma pertenece a uno de los softocres que Millard rodara en sus buenos tiempos, con el consiguiente contraste del look de la imagen. La bomba. Más allá de eso, es algo que no aporta nada de nada a la trama. Como el 90% de lo que vamos viendo, una sucesión de momentos sin un verdadero desarrollo, repletos de absurdeces e incongruencias.
Todo junto y remezclado alcanza la horita de duración. Una que parecen cuarenta. Aún así, reconozco que me ha hecho gracia la jodía. Es tan incapaz, tan infame y tan amateur en el peor de los sentidos que, en fin, hasta gasta cierto velado encanto. 
Supongo que no tengo remedio.