lunes, 7 de enero de 2019

LA GRAN COMILONA

“La gran comilona” —o en francés, que suena mejor, “La grande bouffe”— pertenece a ese tipo de películas setenteras concebidas para alborotar y escandalizar al personal, dónde también ubicaríamos la archiconocida “Saló o los 120 días de Sodoma”, a su manera, y al igual que esta, también una comedia de pedos.
Estupendísimo, Marco Ferreri, que fuera cual fuera el país de Europa en el que este formara tandem con Rafael Azcona, que se ponía a la máquina de escribir a desarrollar las locuras del italiano, construye con “La gran comilona” una oda a la gula, a la gordura, a la estupidez, al pedo, a la mierda. “La gran comilona” es una reivindicación del suicido, del sexo en grupo, del derecho a ser tan asquerosos como queramos.
Resulta muy curioso como, casi 50 años después de su estreno, blogueros que descubren ahora esta película, en el museo del tópico, resalten todos las mismas cosas, obsoletas, que además ni tan siquiera son de cosecha propia; se las han debido leer por ahí al crítico serio de turno. Lo más  común es leer aquello de que “La gran comilona” revuelve el estómago y la conciencia. En fin. Lo único cierto es que cuando Ferreri y Azcona se sentaron a escribir esta película, se partían el ojete. Estos dos no trataban de hacer un reflejo de la alta sociedad (que lo hace) ni de los caprichos de las altas esferas (que también lo refleja), con el afán de remover la conciencia del espectador, estos lo que hacían eran escribir escenas de mierda y estómagos llenos que les hacían gracia. El resto, elucubraciones de la crítica.
Pero si es cierto que en la época, esta película, además de una provocación resultara algo que revolviera el estómago (de hecho durante su visionado en el festival de Cannes de 1973, Ingrid Bergman echó la pota en la sala de cine, o eso se cuenta…) y diera que pensar al público. Pero todos estos blogueros imbéciles que la han descubierto hoy, deberían estar ya curados de espanto. Deberían.
Dejando a un lado los aspectos filosóficos e intelectuales que tiene la película (porque los tiene), nada de lo que vemos en “La gran comilona” es algo que no hayamos visto en todas esas comedias americanas contemporáneas capitaneadas por Adam Sandler o Ben Stiller. Son más desagradables algunas de las marranadas de “Ace Ventura: Operación África”, que las cuatro cagadas y el festival de pedos que nos regala Michel Piccoli, por lo que vista “La gran comilona” hoy, creo que se queda anticuada en ese sentido. Transgresora como es, a día de hoy ya no transgrede. Pero queda vigente el exceso del que hace gala. No hay personajes más excesivos, ni película más excesiva —ni tan siquiera “Saló o los 120 días de Sodoma”—, y es justo por ese exceso por el que, aún anticuada en la provocación, se mantiene tan fresca. Y tan, tan, tan divertida. Cercana a la obra maestra.
Lo mejor es que Ferreri pone a su servicio a la flor y nata del cine europeo de la época, esto es, Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Phillipe Noiret, nada menos. Y llamándoles en la película por sus propios nombres de pila, Ferreri nos propone una historia en la que cuatro individuos adinerados y asqueados de la vida, deciden encerrarse en el caserón de uno de ellos y allí, durante un fin de semana, comer hasta morir. Por supuesto, la ingesta de alimentos de forma repugnante es una constante en el metraje, así como los accidentes gastrointestinales que traen consigo los atiborramientos. Para darle color al asunto, estos cuatro sibaritas se suben putas a la casa así como invitan a su particular fiesta a una señorita entrada en carnes, que fascinada por la forma de destrozarse el cuerpo por parte de estos individuos, se suma a la fiesta para pasárselos por la piedra cuando sea menester.
El desenlace de esta comedia tan graciosa, se tornará drama, sin que este drama, por otro lado, deje en ningún momento de tener su gracia.
La película, según el país en el que se estrenaba, tuvo diversos problemas de censura siendo Reino Unido —cómo no— el país dónde peor se trató a la cinta, entre otras cosas, por estrenarse de tapadillo y sin una licencia de exhibición en orden.
Estupenda. De verdad, estupenda.