Dicho esto también añadiré, que me crispa enormemente que
Crumb en sí mismo, es un producto concebido para un tipo de lector concreto,
que es el típico hombre tímido y retraído, que no encaja en la sociedad y para
el que el sexo es un misterio. Incluso, en el documental del que ahora les
hablaré, “Crumb”, el propio Robert cuenta que es consciente del tipo de
lectores que tiene; estos de los que les hablo. Y entonces leen a Crumb única y
exclusivamente porque se sienten identificados con el autor. Y es que Crumb era
eso, un virgen retraído y marginal que sublimaba sus carencias de todo tipo con
el cómic… pero su lector, el que se siente identificado con él, no cae en la
cuenta de que fue así hasta que se hizo famoso, rompió a follar y nos los contó
a través de las viñetas. Entonces cambió todo para él y, por eso, sus lectores
retraidos pueden leerle, pero él ya no es como ellos. Si no hubiera espabilado
en la era hippie y no se hubiera hecho famoso, probablemente esta gente no
tendría un líder espiritual con el que sentirse identificados. Entonces, a
Robert Crumb, el follar le genera una creatividad absoluta, versátil, ingeniosa
y genuina y, asimismo, es follar lo que le hace desarrollar esa misoginia que
tanto les gusta a sus lectores tipo y que a mí, por supuesto, me maravilla. Y
es ese cambio de vida sexual el que
convierte a Robert Crumb en la leyenda que es hoy. No quiero decir que lo
anterior no fuera bueno, pero es mejor lo que hizo a partir de meter la picha
en adobo.
Me crispa también ese otro lector de Crumb, el esnob de turno
que lee a Crumb porque es lo que toca, que quizás no le comprende y justifica
de alguna manera sus arrebatos misóginos y hasta racistas, cuando en realidad
no hay nada que justificar. El propio Robert Crumb en ningún momento ha tratado
de justificarse por lo que hace. Entonces, me crispa sobre manera ese tipo de
lector que visita las galerías de arte y cuando hay que leer algún cómic lee a
Crumb porque es lo artística y socialmente —en sus círculos— aceptable.
En definitiva, me crispan los lectores medios de Robert
Crumb, a los que seguramente les crisparé yo, que le he descubierto, como quién
dice, en pleno 2019.
Y metido de lleno en sus lecturas, fascinado y entusiasmado
con este descubrimiento, decido revisar el documental “Crumb” de otro viejo
conocido del underground como es Terry Zwigoff, amigo personal de Robert
Crumb y del que, dicen, que consiguió que este aceptara hacer esta película
porque estuvo amenazándole constantemente con volarse la tapa de los sesos en
su presencia si no aceptaba ser filmado.
“Crumb” es, asimismo, más que un documental, una película
fascinante que para ser disfrutada en su esplendor, es necesario conocer un
poco el trabajo del personaje al cual retrata. Cuando la vi por primera vez
años atrás, quizás su sordidez me llamaba la atención, pero no era consciente
de lo que Zwigoff nos estaba ofreciendo. “Crumb” es un retrato absolutamente
desgarrador sobre una familia disfuncional cuyas consecuencias no son otras que
las enfermedades mentales. Y como tal, nos muestra también parte del trabajo y
trayectoria del miembro de esa familia menos enfermo —es decir, Robert Crumb—
al que salvó del ostracismo social su talento y la fama. Entonces los que
esperaran un documental al uso, lo llevan claro.
Así, un equipo de filmación capitaneado por Zwigoff sigue a
nuestro protagonista entre viñetas, explicaciones de historietas
controvertidas, la asistencia de Robert Crumb a sesiones de fotos o
exposiciones de su obra, se explica su relación con la también historietista
Aline Kominsky, pero lo que en realidad se nos cuenta es la historia de un
padre de familia totalitarista y maltratador, cuyos abusos propiciaron que sus
tres talentosos hijos (las dos hermanas de Crumb no quisieron aparecer en la
película) acabaran, literalmente, chalados. Ver sudando como un pollo a
Charles, el hermano mayor de Robert, viviendo en casa con su madre entre libros
antiguos que relee compulsivamente y
luchando contra sus tendencias suicidas a base de medicación, es acongojante.
También lo es ver el estado en el que se encuentra el hermano menor, Maxon, que
se dedica a molestar a las mujeres en la vía pública y sentarse en una cama de pinchos a cambio de
limosna. Y le echan los dos un sentido del humor a tan deplorable estado de
salud que deja al espectador anonadado. Perplejos nos quedamos, también, al ver
algunas de las obras de estos dos señores, y comprobamos que de casta le viene
al galgo y le da a uno por pensar que hubiera sido de estos señores de no haber sido alcanzados
por la enfermedad. Como fuere, ya sean las pinturas de Maxon o esos cómics que
hacía Charles Crumb, cuya enfermedad los fue tornando a una cosa extrañísima
llena de rayas (tebeos estos que al
final derivarían al exceso de texto y de ahí, a la hipergrafía), son obras
estupendas y llenas de talento. Por supuesto, Charles se suicidó a poco de
rodar sus escenas, en 1992, y Maxon, sigue estando como unas maracas.
Por otro lado, Zwigoff nos ofrece una forma de filmar cruda
y feista con la que se limita a seguir por aquí y por allá a nuestro amigo
Crumb, sin florituras y con la garantía que ofrece el ser un amigo íntimo quién
realiza este retrato, y ante un par de declaraciones de los críticos de turno,
las feministas de rigor y un par de formalismos mínimos y acertados que inserta
en el metraje, el mérito de la cinta consiste en una buena manipulación del
material filmado y una buena selección
de lo que se incluye en el corte final. Así, este trabajo magistral, le valió a
Zwigoff todo tipo de reconocimientos —son varios los críticos que citan “Crumb”
como una de las mejores películas de la historia—, premios, proyecciones…
aunque por motivos que a todo el mundo se le escapan, no consiguió tan siquiera
ser seleccionada en los Oscars de Hollywood en la categoría documental. Y es
que ni le hace falta, ni deja de ser un producto marginal que no entra dentro
de los parámetros de lo que Hollywood quiere (de hecho, los académicos que la
visionaron dejaron de ver la cinta a los 20 minutos del inicio).
Y yo quiero darle un especial valor a esta película porque
creo que con un personaje interesante al que filmar, las cosas salen solas y,
Robert Crumb, es una perita en dulce; Sin embargo, por un lado creo que Crumb
no es precisamente fácil y, por otro, considero que Crumb es un artista único e
irrepetible, lleno de manías, neuras y toda clase de delirios provenientes del
ego propio, pero aquí, lo que verdaderamente pasa, es que Robert Crumb es lo de
menos; lo verdaderamente genial es la película de Terry Zwigoff. Crumb
solamente facilita la labor a un cineasta tan genial como distinto, no es más
que un vehículo.
Por supuesto, la carrera posterior de Zwigoff, fue para
abajo y tras un par de adaptaciones de cómics como “Ghost World” o “El arte de
estrangular” o esa gran comedia que era “Bad Santa”, la verdad es que no ha
hecho nada más después. Por lo que fue un aspirante a director interesante cuya
carrera fue efímera. Pero solo por poder ver “Crumb”, ya merece la pena que
este hombre se metiera a cineasta. Incluso ha propiciado que quiera seguir leyendo
a Crumb. Y eso que el retrato que presenta, no es el de una persona que caiga
especialmente bien. Es más, yo le daría dos hostias.