miércoles, 28 de diciembre de 2011

TENGO 17 AÑOS

A parte de los rasgos meramente populares, existe una gran diferencia entre el cine español de ahora y el facturado antes de 1988; el filtro. ¿Qué es el filtro? Pues nada específico. Es algo más bien onírico, pero palpable al mismo tiempo. Verán, cuando vemos una película española actual (y subvencionada), esta tira para atrás, hablando, ya no solo de argumentos, si no esta vez de aspectos técnicos, en parte por ese agrio y grisáceo “filtro” (imaginario) que hace que se note que la película es española. Y te entran las ganas de vomitar, no ya porque Juan Diego Botto no sepa actuar o por los diálogos de vergüenza ajena, si no por ese repugnante aspecto que se gasta la imagen y el look impostado.
Así, con las mismas que digo que el cine Español actual es el peor cine del mundo, digo también que pocas cinematografías son mejores que la nuestra cuando el cine era cosa de inversores inmobiliarios. Y cuando había súper producción, había súper producción. Había un dinero en la película, no como ahora que se gastan lo mínimo en esta, para gastarse el grueso en la cocaína que consume el equipo.
Como muestra, sin ir más lejos esta TENGO 17 AÑOS, película-vehículo para lucimiento de Rocío Durcal en su etapa adolescente, que bailaba bien, cantaba mejor, y encima, estaba más buena que el pan, y al contrario que Maribel Verdú, no tenía que mostrar sus asquerosas tetas para triunfar.
A ver: No existe una sola película española actual que tenga la factura técnica que tiene esta película. Con un scope glorioso, un tecnicolor que duele a la vista de lo bueno que era, y unos decorados para según que numeritos musicales, en la primera mitad de TENGO 17 AÑOS, que poco o nada tienen que envidiar a un WEST SIDE STORY, o cualquier musical Hollywoodiense de la época. Y digo la primera mitad, porque el resto de la película transcurre en un pueblo – Claro es que después de todo estamos en España, donde tira más un chorizo que el caviar- y ya entre vacas, cerdos y cabras, el nivel de espectáculo cede. Pero es igual, porque el tempo, dirección y montaje de la película es inmejorable. Que aprenda Ricardo Santiago.
Así pues, tras la pataleta, vamos al filme en cuestión.
Rocío, que aspira a irse de gira con una compañía de teatro amateur, decide robar la pitillera de su padre para empeñarla y conseguir el dinero que necesita. En su casa pija, echan la culpa a uno de los criados, y tras confesar Rocío el delito, ni la policía ni su madrastra la creen, por lo que a base de autostop y de mentiras, esta se va de casa llegando a un pueblo, donde se cuela en la casa de un abuelo con su hijo y los cinco hijos de este, alfareros obsesionados con la formula química con la que podrán hacer el color Bermellón para pintar sus vasijas, que a cambio de que les haga la comida (que cocine, nada que ver con las felaciones…) y les planche la ropa, le dejarán cobijarse allí, mientras surge el amor por un lado, y una gran amistad con esa gente por el otro.
En definitiva, se trata de una versión muy “Sui Generis” del cuento de “Blancanieves y los siete enanitos”. Pues a estas alturas, y con casi 50 años de antigüedad, y si hacemos caso omiso del extremo nivel de ñoñería del que hace alarde la película, la verdad es que TENGO 17 AÑOS, es una comedia romantico-músical que ha envejecido muy bien, que está muy poco trasnochada (los paletos del pueblo visten como los modernos de ahora); donde los actores son profesionales y no chirrían (no como los de ahora), y que se queda en el subconsciente de por vida. Verán, de pequeño está película me gustaba mucho, la tenía en betamax y la veía regularmente. Pero puede hacer fácil 25 años que no la veo, y anoche incluso soltaba diálogos de la película durante el visionado. Vamos, que me acordaba de todo, como si se tratara de E.T. EL EXTRATERRESTRE o de GREMLINS, y eso sin que hiciera efecto en mí el factor nostalgia, pues en años posteriores a la infancia, lo que tocaba era renegar de estas películas, hasta ahora que me hago mayor y las reivindico.
Muy maja, y sobretodo, muy bien hecha.
En el reparto divisamos, jovencísimos, a Pedro Osinaga, Emilio Gutiérrez Caba o Ricardo Palacios, gordo como una sabandija, en un simpático papel, con puyita incluida para los gafapastas de la época (si se dignan en verla, sabrán a que me refiero).
Dirige con MAESTRÍA, José María Forqué, papá de Verónica Forqué y productor y director de montones de clásicos de nuestra cinematografía.