lunes, 5 de octubre de 2020

EL ARBOL DEL PENITENTE

“El árbol del penitente” es una de las películas más extrañas del cine español. Una de las comedias más inusuales y diferentes. Ópera prima del director José María Borrell y única película de ficción en su filmografía. Cuenta la historia de un par de mafiosillos de poca monta, un cubano y un ruso, que se pelean por el dinero conseguido en una operación de tráfico de “algo” que el espectador nunca llega a saber del todo porque no se le da información al respecto. Un andaluz que les sirve de traductor, utiliza su conocimiento sobre el idioma para engañar a sus jefes y así quedarse con el dinero que anda escondido en algún lugar del desierto donde se encuentra el árbol del penitente, lugar dónde él, y el mafioso cubano, van a parar cuando a estos se les acaba el combustible del vehículo en el que viajan. Atrapados junto al árbol, se complicará el asunto al recibir las visitas de un cura arrepentido que, tras considerarse pecador, decide suicidarse allí mismo. También llegarán a ese lugar la novia del traductor y el otros tantos mafiosos. Y se monta un señor pifostio. Una comedia de acción y aventuras con un único escenario y con unos personajes cuanto menos curiosos. Nada como el desierto de ¿la Andalucía profunda? como fondo para la historia, así como ese árbol dichoso que da título a la película como absoluto protagonista. Alrededor de él, sucede toda la enrevesada trama. Lo bueno es todo lo referente a la estética, a medio camino entre el western y el cartoon. De hecho, la estética cartoon se impone, llegando nuestros actores a parecer en según que momentos, y marcados por el tempo, absolutos personajes de la Warner. Sin embargo a la película le falta solidez. Se nota que es la obra de un principiante cuando después de una primera media hora gloriosa la película entra poco a poco en una peligrosa decadencia; decadencia que le hace perder el ritmo y lo que es peor, el interés. Pasada esa magnífica media hora, nada de lo que sucede en “El árbol del penitente” importa un pimiento al espectador y el resultado general es bastante mediocre. El guion pendulea y, al final, para justificar el visionado lo único que destaco sería lo bizarro de la estética. En ese sentido, no he visto una película española igual. De hecho, gracias a esto, la película se vuelve interesante. “El árbol del penitente”, que se promocionó poco y mal, lo hizo teniendo como principal reclamo la vuelta de Alfredo Landa a la comedia pura y dura desde que hiciera aquél papel en “Los Porretas” años atrás. Landa, deja claro que la comedia le sale sola, incluso teniendo dificultades para decir su texto a la perfección. En algún momento, el actor de equivoca, y el director da la toma por buena porque, como fuera, la toma sigue siendo efectiva. Por otro lado, Landa como reclamo comercial salió rana, ya que, probablemente, al público de cine español del año 2000 le importaba Alfredo Landa tres pimientos. Así, la película fue un fracaso en toda regla que logró congregar en salas, según los poco fiables datos del ministerio de cultura, poco más de 64.000 espectadores. Su posterior explotación videográfica fue con cuentagotas y, si existe a día de hoy edición en DVD de la película, es de esas piratillas destinadas a rastrillos y badulaques varios. No hay una edición oficial. Javier Manrique, actor discreto y tirando a malo, está en su papel de traductor de ruso que se mete en el lío, precisamente así, discreto y tirando a malo, mientras que la hoy súper popular —y deseada— Elena Anaya, que interpreta a su novia marujil, está directamente para prohibirla volver a trabajar en el cine, basando su actuación en desgañitarse sin que se le entienda ni una sola palabra de lo que dice. Está fatal. Ninguno de los dos actores son andaluces, pero ambos tienen que figurar como que lo son. Ninguno sale airoso. Sin embargo, el rey de la función, el que hace que el visionado merezca la pena, es Idelfonso Tamayo, actor afro-cubano afincado en Madrid, que con un montón de papeles secundarios en películas españolas, su carisma y saber hacer lo convierten en lo mejor de la película que decida tenerle en su reparto (que son dos o tres, que yo recuerde, en el cine español). Aquí, de mafioso cubano, pegando tiros de escopeta como un loco, blasfemando y soltando palabrotas cada dos minutos, mostrando una agresividad y una violencia tan imponentes como su propio físico, se lleva a la película de calle haciendo que esta carezca de todo interés cuando el cubano no está en pantalla. Tamayo, por derecho propio, se debería convertir en uno de nuestros secundarios de lujo a la altura de Manuel Alexandre o Pepe Isbert, al menos en el cine contemporáneo, pero, no está el cine de los últimos años para andar descubriendo joyas como esta. Sin Tamayo, la película no tendría ni el más mínimo interés más allá de lo estético. Con todo, es lo suficientemente rara y extraña como para tenerla en cuenta.