“Tres suecas para tres Rodríguez”, producción de Rafael Vázquez Fajardo, con guion del propio productor para ser llevado a la pantalla por Pedro Lazaga, ya desde su título sería una muestra palpable de lo que en términos generales se conoce como “españolada”. Es puro cine comercial y de evasión sin mayor pretensión que la de hacer que el espectador pase por taquilla y que, ya que está, obtenga una hora y media de risas.
Así, lo que tenemos es una colección de clichés y tópicos —a saber: Benidorm, suecas, Rodríguez, destape...— que serían signos identificativos de nuestro cine de comedia durante la década de los setenta, signos que en realidad sólo vislumbraríamos en media docena de títulos a los sumo, y que no representan en absoluto toda la “españolada” producida aquellos años, pero que a nivel popular prevalecen, hasta tal punto que parece que nuestra comedia de la época solo trataba de españoles tras las suecas. Pero “Tres suecas para tres Rodríguez” es la quintaesencia de todo eso. Y, sí, va de tres españoles que se ligan a tres suecas.
Concebida al servicio de Tony Leblanc, se trata de una película decadente que, si bien no pone fin al género, sí nos muestra el descenso de calidad tanto artística como técnica de la triada formada por Leblanc, Antonio Ozores y Pedro Lazaga, que dieciséis años atrás facturaron aquella obra maestra que es “Los tramposos”, y de la que “Tres suecas para tres Rodríguez” no es ni su sombra; si aquella estaba rodada con un cuidado exquisito, esta lo está a toda prisa y dando la sensación de que lo que primaba era sacar el máximo de trabajo en cada jornada. También es cierto que Tony Leblanc, galán cómico en la pasada década, quizá en 1975 ya no contaba con el beneplácito de todo el público como años atrás, y se tradujo en taquilla con un número bastante inferior de espectadores con respecto a sus títulos más celebrados. La película sobrepasaba el medio millón de espectadores. Puede que ahora pudiéramos calificar esa cifra de exitosa, pero para los parámetros de la taquilla de 1975, era más bien poca cosa.
Del mismo modo se nos presenta a un Tony Leblanc claramente desgastado, envejecido, con peluca y cuya interpretación está bastante lejos de lo que fue capaz años atrás, interpretando su papel mecánicamente y sin emplearse a fondo. Aún así, es capaz de sacar en el espectador más de una carcajada, porque tanto Tony como la película sí que funcionan, paradójicamente, a niveles humorísticos.
Asimismo “Tres suecas para tres Rodríguez” supone un título significativo dentro de la filmografía de Leblanc por tratarse de la última en la que intervendría tras decidir retirarse de los platós por problemas de salud que acarreaba desde tiempo atrás, al margen del aparatoso accidente de tráfico sufrido en 1983, que le dejaría inválido y acabaría de apartarle del todo de los escenarios, hasta que en 1997, diecisiete años después de ponerse frente a la cámara por última vez para la película que nos ocupa, fue rescatado para la gran pantalla, no sin esfuerzo, por un obstinado Santiago Segura. Sin embargo, a partir de aquí, recuperado milagrosamente de su invalidez, retomaría una carrera como actor en roles secundarios, ya fuera en la célebre saga de Segura, ya fuera en la serie de televisión “Cuéntame como pasó”. “Tres suecas para tres Rodríguez” sería el último protagónico en su carrera y la finalización de la etapa genuina del actor, en calidad de estrella, que comprende desde bien entrados los años 40 hasta la fecha de estreno de esta película.
Por lo demás estamos ante una obra menor del cine español, un título más entre los menos destacables de la filmografía del director Pedro Lazaga y, a rasgos generales, una funcional y tontorrona comedieta veraniega a la que es absurdo pedirle más de lo que nos ofrece; mucho descerebre, humor histriónico, algo de carne femenina —algo de masculina también— y el buen hacer de veteranos de la escena como Rafael Alonso, Florinda Chico, Antonio Ozores o Laly Soldevilla entre otros, que acompañan a Tony Leblanc en lo que, por los pelos, no se convirtió en su canto de cisne.
Para echar una sobremesa sobra, alcanza y, al final, incluso celebramos.