Realizada con el principal objetivo de sacar partido del tirón mediático del
que entonces gozaba el recientemente fallecido José María Íñigo, “Terapia al
desnudo” podría encuadrarse asimismo dentro del ciclo de películas
protagonizadas en aquella época por Carmen Sevilla, las cuales, y al mismo
tiempo que intentaban aprovecharse de la relajación de costumbres a nivel
sexual propia del tardofranquismo, contaban asimismo con el plus de explotar la
morbosa y espléndida madurez de la más tarde célebre presentadora del
“Telecupón”.
Dirigida por Pedro Lazaga, “Terapia al desnudo” nos cuenta la historia de
Pablo (Íñigo), un tipo en apariencia normal y corriente que sufre un accidente
de tráfico cuando lleva consigo una maleta que contiene varios millones de
pesetas procedentes del robo a un banco. A resultas del choque Pablo pierde la
memoria y, ante la imposibilidad de poder interrogarlo, las autoridades deciden esperar a que se recupere en la clínica en la que trabaja la
sexualmente insatisfecha doctora Esteve (Carmen Sevilla). Ya ingresado en esta
institución Pablo desarrollará gracias a la conmoción cerebral causada por el
mencionado accidente toda una serie de poderes hipnótico-telepáticos,
consiguiendo que de esta manera se hagan realidad sus deseos más íntimos, como por ejemplo - y sobre todo - la posibilidad de ver desnudas a las enfermeras encargadas de su cuidado.
Con una premisa inicial que perfectamente podría pertenecer a uno
de aquellos films de la Tercera vía que escribió Garci a mediados de los 70,
“Terapia al desnudo” es, sin embargo y al contrario que aquellas, una película
sin ninguna gracia ni sentido de la oportunidad que además practica un erotismo
de muy baja, bajísima intensidad (de hecho, el único pelo que aquí se ve es el del mostacho del protagonista), y en la que, desafortunadamente, ni siquiera lo
prometedor y teóricamente original de su argumento está lo suficientemente
explotado en lo que a situaciones cómicas se refiere: de este modo, los casi
noventa minutos que dura la película se basan en el estiramiento hasta la náusea
de la anécdota de la influencia mental que Íñigo ejerce en sus semejantes (o, mejor
dicho, "semejantas") y en mostrar durante la mayor parte del metraje
al presentador de “Directísimo” postrado en una cama sin decir palabra y
poniendo cara de sátiro, teniendo todo ello como consecuencia que al final la propuesta resulte mucho más sórdida y malrollera que simpática.
De hecho, y antes que viendo una comedia de la época, tanto por el tema que trata como por el ritmo plomizo que arrastra parece que estuviéramos ante un título del
hoy tan reivindicado fantaterror, dentro de una trama paracientífica
característica del subgénero sin el más mínimo desarrollo ni grandes sorpresas y en la que, para más inri, abundan además el relleno argumental y la psicología de baratillo.
Si finalmente merece la pena el visionado de esta peli, una de las cinco que Lazaga dirigió en 1975, es debido precisamente al hecho de lo altamente
equivocado a todos los niveles de su concepto de base: así las cosas,
los contados momentos realmente eficaces que “Terapia al desnudo” ofrece vienen dados por lo absurdo del hecho de que alguien en algún momento
pensara que una comedia erótica protagonizada por José María Íñigo pudiera
llegar a funcionar, tanto cinematográficamente como a nivel de taquilla.
Aparte de los chistes a costa del bigotón del amnésico protagonista, y de
los desfiles de lencería cortesía de una muy maciza (y perdón por el
micromachismo) Carmen Sevilla, lo único que a día de hoy lograría dibujar una
sonrisa en el rostro del espectador contemporáneo sería el continúo e inapropiado
bombardeo de diálogos misóginos (“De una mujer no importa el nombre, lo que
importa es que haga el amor”, declara Íñigo en un momento dado), así como los
chistes racistas a costa del hecho de que el bigotudo paciente haya dejado
embarazada a una enfermera de color; “Cuando despiertes espero que veas las cosas menos negras.”, le llega a
decir Carmen Sevilla a su compañera después de administrarle un sedante (¡¿?!)
Además de estos chascarrillos machistas y xenófobos, lo que verdaderamente redime a "Terapia al desnudo" es el hecho de que exponga sin demasiados remilgos - aunque, eso sí, siempre en tono de comedia - la doble moral imperante en
la época, así como el hecho de que la pervertidora influencia que el personaje
protagonista ejerce entre los empleados del hospital no esté enfocada desde un punto de vista excesivamente negativo. Por desgracia, Lazaga también opta por centrarse en los aspectos más vulgares, simples y vodevilescos que su argumento pudiera deparar, dentro de una historia en la que el revoltijo de ideas y el todo vale acaban
convirtiéndose en norma.
Arropando a un interpretativamente inepto Íñigo, y haciendo más o menos
soportable lo desastroso del libreto y la desgana con la que el director aborda el proyecto, tenemos a un variopinto e insuperable plantel de actores entre los que destacan veteranos como Alfredo Mayo junto a principiantes como una muy jovencita (y muy rica... con perdón) Rosa Valenty, además de los ubicuos Manolo Zarzo y Rafael Hernández y un Juan Luis Galiardo que, al igual que ya hiciera en "Una señora llamada Andrés" o "El apartamento de la tentación", aquí también interpreta al marido de Carmen Sevilla.
Mención aparte merece la andaluza, la cual se toma en todo momento en serio tamaño despropósito de película al enfrentarse a su personaje de desinhibida mujer de mediana edad exactamente con la misma voluntariosa pero distante profesionalidad con la que, por esa misma época, daba la réplica a Paul Naschy en "Muerte de un quinqui" o cuando le tocaba ponerse a las órdenes de Gonzalo Suárez o Eloy de la Iglesia.
Finalmente, y a pesar de ser una película muy, muy
flojita, hay que reconocer que gracias a su condición de excentricidad "Terapia al desnudo" es un título que destila un innegable atractivo bizarro,
por lo que supongo que sería recomendable al menos para aquellos infatigables degustadores
de rarezas de la historia de nuestro cine.
Mención aparte merece la andaluza, la cual se toma en todo momento en serio tamaño despropósito de película al enfrentarse a su personaje de desinhibida mujer de mediana edad exactamente con la misma voluntariosa pero distante profesionalidad con la que, por esa misma época, daba la réplica a Paul Naschy en "Muerte de un quinqui" o cuando le tocaba ponerse a las órdenes de Gonzalo Suárez o Eloy de la Iglesia.