Extraña película argentina de corte infantil, protagonizada por un niño prodigio de los años 70 llamado Marcelo Marcote, que por lo visto se granjeó una fama fuera de lo normal en su país gracias a una telenovela de gran audiencia en la cual aparecía, titulada “Rolando Rivas, Taxista”. Marcote fue encadenando su trabajo en televisión y cine —llegó incluso a grabar un disco— con gran éxito, hasta que a los 17 años, harto de los mamoneos del mundo del espectáculo y las continuas broncas con los directivos de las televisiones, decide dejarlo todo para ponerse a estudiar y no volver a ejercer de actor por el resto de su vida. En la actualizad es médico pediatra y en su Argentina natal se le guarda un grato recuerdo.
“Las aventuras de Pikín” es una de tantas películas que se rodaron aprovechando el tirón del crío. Una que debió costar menos de lo que nos podamos imaginar y que, sin duda, recaudaría un buen pico. Al mismo tiempo, tiene uno de los argumentos más tontos que he podido ver en una película; Un día, Marcelo, mirando el acuario de su padre, verá un pez hinchado que se pone a hablarle. Este le dice que está feliz en el acuario, pero que su hermano Pikín está muy triste en un arroyo cercano, tiranizado por unos de los peces que mora allí habitualmente. Así que le pide que, por favor, le rescate. El niño acepta y, rápidamente, le cuenta su encuentro con el pez a todo el mundo; a su padre, a sus amigos… Nadie le cree, e incluso le acusan de ser demasiado fantasioso.
Pronto recibirá la visita de tres hombres adultos que le irán guiando en su búsqueda y posterior rescate de Pikín —y estos resultan ser… ¡Los tres reyes magos!—. Marcelo finalmente encontrará a Pikín y lo meterá en el acuario, junto a su hermano, y todos felices y contentos.
La película lo primero que quiere dar es un mensaje ¿ecologista? ¿vegano? No lo descifro del todo, pero lo cierto es que cada dos por tres se alienta a los espectadores de que hay que dejar el pescado en paz. Si alguien sale pescando, aparecerá otro personaje que le dirá que no lo haga. Si a un gañán le da por freír sardinas, aparecerá otro personaje diciendo que los peces tienen sentimientos y que no hay que comerlos.
Pero si hay algo que de verdad me ha fascinado de esta película, es el universo submarino en el que se sumerge al espectador. Tan sencillo como filmar a los peces dentro del acuario y simular que se encuentran en el fondo de la charca o donde demonios quiera que estén, solventado todo de la manera más cutre, que es encajando frases mediante el doblaje, justo en los boqueos de los peces (muchos de ellos incluso agonizantes)… de esta manera se sacan de la manga toda la subtrama de Pikín y el malvado pez que le está haciendo la vida imposible en la charca. Y esto es algo sorprendente, primero porque jamás había visto nada igual, y segundo, porque no se puede tener la cara más dura. Y es que ese universo submarino, ya sea el acuario inicial del padre de Marcelo, ya sea la charca donde se supone que pasa todo, es siempre el mismo maldito acuario y los mismos putos peces comportándose como peces, es decir, haciendo nada. Nadar, boquear y morir.
Por lo demás, algún pequeño chiste racista protagonizado por el personaje de Baltasar —aquí llamado Lobo porque, según él, algún gracioso le dijo alguna vez que era negro como boca de lobo y se quedó con el mote…—, el pequeño Marcelo Marcote que es repelente a más no poder y, como la cosa solo dura una horita y es muy ligerita, podemos decir que hasta está entretenida. Aunque yo no se la pondría a mis hijos, si los tuviera, por miedo a que me tirasen algún objeto contundente a la cabeza. Es más apropiada para paladares inquietos y exóticos como los de ustedes o el mío.
Firma la película Alberto Abdala, que tan solo rodó dos cosas antes que esta del año 77, todas de corte infantil y con títulos tan sugestivos como “Los agentes secretos contra guante verde” o “La isla de los dibujos”. Me gustaría echarles un ojillo.