“El Rey de la ciudad” es una estupenda serie B, una “Disco
Movie” de acción consecuencia directa de “El último Dragón”, que con un elenco
de campanillas, una banda sonora new wave totalmente ochentera y un guion de lo
más flojo, pero con los diálogos más cojonudos y macarras que se puedan llegar
a escuchar en una cinta de estas características, al final se convierte en un
entretenimiento fuera de todo precedente.
Y es que, aunque a mitad de película el argumento ya está
contado y casi finiquitado, y la película no sabe por donde tirar dedicándose a
mostrarnos numeritos musicales de lo más pizpiretos, “El Rey de la ciudad” es
tan rematadamente entretenida que pasamos por alto todas sus carencias, que son
muchas, porque en verdad da lo mismo.
Cuenta la historia de Cal, un motorista profesional de
motocross, que tras destrozar su moto en la última competición, decide dejar a
su novia e irse, así, por las buenas, a Hollywood para, según sus palabras, ver
si alguien le descubre. Una vez en Hollywood, comienza a trabajar en una
discoteca como aparcacoches. Sus actos macarras para con los patosos que se
plantan en la puerta y que llegan allí esnifando cocaína, con ganas de meterse
cualquier mierda en el cuerpo, y con ganas de gresca, le sirven para que el dueño del garito, un tal
Hector, le tome aprecio y le ofrezca un puesto de machaca en la discoteca,
dadas sus habilidades. Cal, se hace fuerte ahí, expulsando, a ritmo de
discoteca, a camellos y delincuentes del recinto en el que trabaja. Pronto,
unos mafiosos acabarán con la vida de su compañero de trabajo, Tank, y de su
jefe, por lo que, armado con unos nunchaku fosforescentes, Cal emprenderá su
particular venganza contra la mafia,
ente numerito y numerito musical.
Cutre, estúpida y chabacana — se celebra un funeral en una
pista de baile…—, su principal atractivo reside en el reparto, donde tenemos a
un carismático Tony Curtis en plena decadencia que interpreta al dueño de la
discoteca, que se come él solo la película, puesto que la experiencia y el
papel que le toca desempeñar, propicia
que de gusto verlo. Sin duda, sus frases, sus sentencias y el como manda a
tomar por el culo a la mafia, justifica el visionado de la cinta, máxime cuando
es sabido que gran parte de sus diálogos en esta película son improvisados. También
tenemos a un jovencísimo Michael Parks como el jefe de seguridad de la
discoteca, un matón que suelta soflamas en contra de los cocainómanos y drogadictos
que pululan por el local, mientras que él luego se meterá rayas sin atisbo de
culpa alguno, y que comienza una carrera en el cine dónde ya se le veía apuntar
maneras con respecto a lo que haría después. Tenemos, también decadente, a Dee
Wallace, quién no encontró muchos papeles destacables después de “E.T. El
Extraterrestre” y se conforma con otros más modestos como el que nos ofrece en
esta película, interpretando a la novia del dueño de la discoteca, que en boca
del propio Curtis “Cuando está borracha se descontrola y se comporta como una
zorra, pero cuando está sobria, es serena, encantadora y más zorra
todavía”. A todo eso, hay que añadirle
que ella, que se gana la vida bailoteando en la discoteca de su novio, se
lamenta de que “es verdaderamente duro estar todos los días con resaca y
acostarse cuando sale el sol”. Y finalmente, protagonizando todo el tinglao,
manejando fatal los nunchaku y dando patadas a diestro y siniestro, tenemos a
Tom Parsekian, espantoso actor que venía de hacer la “Sex Comedy” “Hot Resort”
y que ya no volvería a hacer ningún trabajo para el cine. Parkesian consiguió
algo tan impensable como arrebatarle el papel, en el casting, a un emergente y
prometedor Charlie Sheen que también optaba a él.
Curiosamente, la película que es un alegato en contra de las
mafias que llevan los garitos nocturnos, es consecuencia asimismo de
movimientos fraudulentos y mafiosos por parte de uno de los productores: Guy
Collins (quien muchísimos años después sería uno de los productores de la cinta
de animación española “Planeta 51”), quien produjo la película, gastó en ella todo el dinero que
le dio la gana y luego, una vez acabada, no pagó ni un céntimo a varios
miembros de los apartados técnicos y artísticos, incluido el director Norman
Thaddeus Vane. Este, harto de intentar
cobrar sus emonumentos sin conseguirlo, se plantó un buen día en el laboratorio
de revelado y con dos cojones robó el negativo de la película y lo retuvo, sin
que esta pudiera montarse y posteriormente estrenarse, hasta que el productor se
dignó en pagarle su dinero.
La película estuvo editada en su momento en nuestro país por
parte de la entrañable Vestron vídeo, así que supongo que, finalmente, Collins
pagaría a Thaddeus Vane.
Por su parte el director, tras “El Rey de la ciudad”,
titulada en los USA “Club Life”, rodaría un par de títulos intrascendentes, no
siendo, a día de hoy, un director recordado por nada de lo que haya hecho. Como
fuere, “El Rey de la ciudad”, es una entrañable basurilla ochentera, muy
disfrutable, muy marciana, y llena de neón por todas partes.