Nacida inicialmente como “Gringo”, cuando los piratas de Troma compraron esta película para distribuirla, decidieron darle un título más sensacionalista y a todas luces comercial: “Story of a junkie”, sin tener ni pajolera idea el señor Lloyd Kaufman del material contra cultural que tenía entre manos. Esta maravilla en forma de documental ficcionado, oda a la sordidez y la decadencia de las calles del Nueva York de los 80, cuenta con pelos y señales los avatares de un adicto a la heroína llamado John Spacely. El susodicho no es un yonki cualquiera que los productores se encontraron por ahí y al que filmaron inyectándose heroína sin remilgos, no. El personaje en cuestión fue un popular ente de la cultura underground neoyorquina, un punk que eventualmente ejercía como músico, otras veces como actor, y que en sus mejores momentos se codeaba con personalidades del estilo de Keith Richards, Willy DeVille o Joey Ramone, quizás por cuestiones más tóxicas que musicales. Incluso, cuanto tuvo autonomía para trapichear con drogas, se convirtió en el dealer particular de John Belushi. Asimismo, llegó a trabajar como editor y colaborador del célebre “Punk Magazine” a las órdenes de John Holmstrom, pero su desmesurada adicción a las drogas duras —cuyo origen es consecuencia de un trauma, tras un horroroso aborto su novia fue arrollada por un camión— envió todo atisbo de creatividad al traste. De este modo, Spacely se convierte en una leyenda callejera de alta magnitud lo suficientemente interesante como para que se decidiera hacer un retrato sobre su persona y, por supuesto, sobre el poco higiénico y repugnante hábito de inyectarse.
El título de producción, “Gringo” hace referencia al mote bajo el que Spacely era conocido en las calles. Durante mucho tiempo estuvo moviéndose como una rata en Alphabet City, lugar habitado potencialmente por latinos y negros. Spacely era de los pocos blancos que pernoctaban en aquella cloaca, hecho que se hacía aún más evidente con la querencia de este por la decoloración capilar, así que los negratas comenzaron a llamarle Gringo y, de ahí, el título primigenio.
En “Historia de un junkie”, el director Lech Kowalski se gana la confianza de Spacely y de su circulo de chusma yonkie, para introducirse con su cámara de 16 mm en lo más profundo de los bajos fondos neoyorquinos. Así, entre entrevistas a adictos y traficantes, visitas a narcosalas y reconstrucciones en ficción de algunos de los hechos que Spacely le explica, podemos hacernos una idea del infierno que supone ser un adicto a las drogas duras. Infierno que, aunque de vez en cuando se escenifique el teatrillo para darle ritmo a la película, es absolutamente real. Camellos, drogatas, narcosalas, todo estaba allí antes de que la producción llegase con los equipos filmadores.
Yonkies inyectándose, Spacely pasando el mono visto de la manera más gráfica posible, transacciones de droga y trapicheos varios se imponen en un documental del todo sensacionalista y cercano al “mondo”. Tras su visionado, el espectador queda con muy mal cuerpo.
El formato, rodando en 16 mm, de noche con iluminación natural, ayuda a incrementar la sordidez y mal rollo que desprende la película, pero ya lejos de texturas o del grano de celuloide, es que los lugares donde filma Kowalski son lo más asqueroso visto en una pantalla, amén de los individuos que pululan a lo largo del metraje, poco más que despojos humanos, o esos primeros planos de gente picándose las venas. Mención especial para algunos momentos en relación al protagonista. En una escena en la que, tras días de andar por ahí tirado, pinchándose y demás, decide asearse un poco, sus venas están ya tan agujereadas que, en un plano donde está peinándose, la cámara se mueve un poco para mostrarnos unas gotas de sangre en el brazo con el que se atusa el pelo, cuyas heridas, ya tan maltrechas, no se curan jamás. Turbador resulta también el plano en el que el yonki limpia sus botas manchadas con su propia sangre o se quita la roña de los dedos de los pies, con la carne de estos muerta, podrida, por la falta de limpieza y tras muchos días sin desprenderse del calzado.
Un documento tan aterrador como atrayente, al que además tenemos que añadir el valor de incluir algunas escenas de ficción como aquella en que un camello asesina a otro tras un problema territorial.
La filmografía del director, Lech Kowalski, se compone exclusivamente de documentales, ninguno de ellos centrado en aspectos agradables de lo que retrata. Suyo sería “D.O.A” sobre la gira norteamericana que llevaron a cabo en 1978 los "Sex Pistols" o “Born To Loose: The Last Rock-n-Roll Movie”, centrado en Johnny Thunders, miembro de los "New York Dolls" y los "Heartbreakers", y por donde también asoma el amigo Spacely en los últimos momentos de su vida, agonizando ya terminal por culpa del SIDA. Caerá por aquí.
Muy recomendable esta "Historia de un Junkie"… siempre y cuando dispongas de un estómago de acero y no tengas la sensibilidad a flor de piel.