lunes, 26 de mayo de 2014

LOS BLUES DE LA CALLE POP

“Los blues de la calle pop” –maravilloso y musical título- es una de esas películas que facturaba Jess Franco allá por los ochenta, que compaginaba con el porno y que se hacían con dos pesetas. Vamos, que no hay artificio ninguno, como mucho los actores, los hoteles dónde se alojan, quizás algo de maquillaje (en esta ocasión, los punks que aparecen en la película, lo requieren) y absolutamente nada más. Son películas de carácter amateur rodadas en 35 mm.
También conocida con el título de “Aventuras de Felipe Marlboro vol. 8”, y teniendo muy presente el cómic y las novelas de baratillo en su ejecución, cuenta la historia de un detective llamado Felipe Marlboro –en realidad es un remedo de Al Pereira al que han llamado así, quizás porque se trata de una comedia-  que es contratado  por una jovencita a cambio de 60 dólares y la utilización de su cuerpo, para que encuentre a su novio Macho Jim, un universitario que ha desaparecido. Claro que durante la búsqueda, Marlboro se encuentra con que  este hombre al que busca no es un universitario, sino un punk asesino que le va a dar algún que otro quebradero de cabeza. Vamos, básicamente le va a hacer al detective ir de un lado a otro.
La película es terrible. Cuesta mucho, con según que películas,  comprender por qué el tío Jess era tan popular y respetado, sobretodo, en algunos países de Europa.
Ya no es solo que el argumento sea una chufla, la historia una mamarrachada y en general, un aburrimiento, es que, y aunque siempre he defendido que una de las virtudes de Jesús Franco es la desgana con la que hace las películas, “Los Blues de la calle Pop” es la dejadez absoluta. Por todos es sabido que Jess daba la orden de acción, y dejaba ahí la cámara rodando hasta la extenuación. Pues aquí lo hace, y no solo en una escena erótica, sino ¡ en un paseo en coche!, un paseo en coche que no parece terminar nunca. Por si eso fuera poco hace una comedia, con lo que hace al protagonista soltar una serie de chascarrillos y chistes, cuando no, pone  a los personajes en intencionadas situaciones cómicas, que, lo miremos por dónde miremos, jamás funcionan. A Jess Franco se le daban mal muchas cosas, pero para la comedia era un completo incapaz. Con lo moderno y rompedor que era para unas cosas, hay que ver lo anticuado que era para el humor.
Pero todo  esto que acabo de explicar es lo mínimo a lo que uno se expone cuando se sienta a ver una película de Franco. Ese cutrerío, esa dejadez, ese rellenar por rellenar, esa mierda de chistes es marca de la casa, no nos pilla de nuevas.
Lo que si es cierto, y el conjunto de conceptos es lo que hacen de él un cineasta tan malo como único,  es lo adelantado que era a su tiempo, lo moderno, lo inteligente, lo experimental, misterioso, raro y desperado.
Para empezar, que su personaje principal se dirija a cámara en según que momentos, puede que esté algo manido, pero a mí en esta ocasión, no se muy bien por qué, me hace gracia, al igual que, para dar ambiente de cómic, de vez en cuando aparece algún cartelito con texto mal filmado y puesto ahí, sin orden ni concierto, que le dan ese toquecito de estilo que, insisto, le convierte en una especie de autor, al igual que la única escena sensual de la película. Largos planos del detective Malboro besando a su antagonista femenina, saliva incluída, o acariciando con los labios su poblado pubis, que están llenos de belleza. Pero también se encuentran inmersos en un caos en el que nada tiene mucho sentido ni es tomado en serio.
Jess es listo como el hambre y con la vista puesta en, si por un casual, su película pudiera dar dinero. Así que en pleno 1983, en la era Almodóvar, Jess Franco introduce en su película, como malos de la función, unos cuantos punks de aquellos de la época -para ir acorde con los tiempos- y así explotar un poco las modas imperantes del momento o no se le ocurre otra cosa más surrealista que un gangster bailaor de flamenco que atormenta a nuestro protagonista a punta de navaja, a la par que taconea mientras lo hace. Una absoluta ida de olla que sabiendo como era, más o menos, el abuelo, lo más probable es que se partiera el culo mientras lo pensaba. Y en esta ocasión la cosa si tiene más o menos gracia.
Las cotas de surrealismo suben cuando, sin venir a cuento, cada dos por tres vemos al personaje antagonista, Macho Jim, en un plano que muy bien podría ser una prueba de cámara,  delante de una pared blanca, que repite una y otra vez, como poseso, y sin saber por qué “Yo soy Macho Jim. ¡Macho Jim!”.
Así que mi veredicto es… mira que es mala esta puta película, mira que es cansina… pero ¡cojones como mola!
En el reparto, los habituales de aquella época, Antonio Mayans como el detective Malboro, firmando como Robert Foster su desmadrada interpretación, Lina Romay, esta vez, bajo el nombre de Candi Coster y el pobrecillo de José Llamas, que si en otras películas tiene que follar, empalme su polla o no, aquí tiene la ridícula tarea de llevar los pelos y los maquillajes propios de un punk. Por otro lado, el propio Jess Franco se reserva un papelito de pianista que advierte a Felipe Marlboro sobre la peligrosidad del hombre al que busca. En las pelis de aquellos años, no era raro ver a Franco y Mayans compartiendo plano y soltando bobas conversaciones.
Curiosa época de Jesús Franco esta.