La cinematografía mexicana es inmensa e inabarcable, y más si nos detenemos en los parámetros de la serie B/Z. Ahí los mexicanos no tienen parangón ni remilgo alguno a la hora de explotar, con el fin de vender el mayor número de entradas posible, algunos de los temas sociales más escabrosos del momento.
Por otro lado, la enfermedad del SIDA fue un filón en este sentido, no solo para los gerifaltes de la industria B, sino también para los estudios de Hollywood que, con otras formas y maneras, supieron explotar las consecuencias del virus (por ejemplo, con “Philadelphia”). Jess Franco lo intentó en los ochenta, así que podemos hablar, sin temor a errar, de un subgénero en toda regla y llamarlo “sidaxploitation”. Y ahí, por supuesto, México es el país líder.
Sin embargo, ninguna película es tan salvaje, incisiva y anárquica con respecto al tema como esta “Trébol negro (SIDA, maldición desconocida)”, que además de contar con muy poquita vergüenza, se rodó en el año 1991 (aunque las bases de datos la fechan en 1996), cuando todo estaba más claro con respecto al SIDA y tenía menos sentido explotar el tema. Sin embargo, tiene el aspecto de una película de principios de los 80. El director Ismael Rodríguez Jr. (hijo de Ismael Rodríguez Sr.) se rueda, yo creo que sin ser demasiado consciente, una obra maestra del despropósito.
El caso es que da la sensación que el guion inicial fuera simplemente una historia de venganzas en torno al juego y las infidelidades, y que, para darle más morbillo a la cosa, añadieran en última instancia la subtrama con el SIDA por medio. El resultado es una película tan amoral como estúpida, que se corona como uno de los hitos de la comedia involuntaria.
Un traficante de drogas, que alardea de lo mucho que le gusta arponearse (inyectarse heroína), descubre en la consulta del doctor que ha contraído el SIDA. Pero no queda muy convencido ya que, según él “yo soy macho, el SIDA es de maricones”, así que, pese a las advertencias de su médico no hace caso alguno, y continúa su vida de vicioso como si nada. En una partida de cartas, en la que un mafioso le está sacando ingentes cantidades de pasta, decide meterse un pico. Pronto pasa un niño gordo —que se parece al Piraña— a recoger los vasos de las mesas, cuando se topa con la jeringuilla del individuo llena de sangre. “¿Qué pasa, te da asco mi sangre?” le pregunta. “¡Pues toma!” y acto seguido, con una maldad incalculable, le clava la jeringuilla infectada de SIDA en el brazo al niño. Se lo llevan sin darle más importancia a un asunto tan grave, pero el juego de cartas continúa, y como a nuestro protagonista ya no le queda más dinero, decide jugarse a su novia (lógicamente infectada de SIDA) perdiéndola en la partida. A partir de ahí la película es un desmadre de venganzas, traiciones, trafico de drogas y acción ¡sin apenas tiros! en el que se pueden imaginar el desenlace.
Lo cierto es que todos los personajes son unos cretinos y el tratamiento que se le da al virus de inmunodeficiencia adquirida es poco menos que denunciable (el protagonista es tan malo y desalmado, que va por ahí contagiando el SIDA con total ligereza), además de resultar escasamente creíble la poca información al respecto que manejan los personajes, pero a su vez, todo eso es lo que convierte a este film en un entretenimiento sin parangón.
Y es que, al margen del descerebre general (el protagonista que se va muriendo de SIDA según avanza la película, es el mayor villano, el más malvado que yo he visto en una película) “Trébol negro (SIDA, maldición desconocida)” es condenadamente entretenida, con sus muchos personajes liándola cada vez más parda y más gorda. Es un poco “Ebola Syndrome” mezclado con las aventurillas de Parchís, y rebañado en muy, muy mala leche.