Me he dado cuenta que en este blog he hablado mucho, muchísimo, de ese clásico del "sleaze" ochentero que es "El Exterminador". De sus secuelas, legales o no. Y de su director, James Glickenhaus. Sin embargo, lo raro es que JAMÁS he publicado una reseña oficial y oficiosa. Y oiga, ya va siendo hora de subsanarlo. Sobre todo ahora que he localizado en mis archivos una que escribí hace años para otro blog y, creo, se conserva bastante dignamente. Me ha bastado hacerle un lavado de cara mínimo para poder reciclarla aquí, hoy, y así, cerrar el círculo en torno a las violentas desventuras urbanas de "John Eastland".
Para ilustrarla, y por aquello de salirse de convenciones, he optado por una imagen distinta a la habitual -que tantísimo adoro y tantas "memorys" juveniles provoca-, una, además, algo cutre... pero con encanto. La cosa dice así:
Los años ochenta, cinematográficamente hablando, pasarán a la historia por la enfermiza proliferación de los géneros más “inmundos” que el séptimo arte haya podido parir jamás. Entre estos destaca uno por el que siento especial debilidad, y es el de justicieros urbanos… ya sabéis, tipos “corrientes” a los que un grupo de pandilleros o la mafia al completo matan / violan / castran / pegan / insultan (no necesariamente siguiendo este orden) a su mujer / hijo / hija / amigo / primo / abuelo y él, hasta el coño de la gentuza que asola las calles, se pilla todo el armamento disponible (por lo general son veteranos del Vietnam, y conservan en su hogar pistolas, granadas, metralletas y otros juguetes. O hacen como Charlie Bronson en “El justiciero de la noche” y ¡¡¡¡se compran un bazooka por correo!!!!) y empiezan a masacrar sin miramientos a todo aquel con pinta de maleante o fetuccini encorbatado.
En los 70 este genero aún tuvo algunas producciones de calidad, como “Harry, el sucio” o “El justiciero de la ciudad“, pero fue entrada la década del breakdance, los pelos crepados y el porno rodado en vídeo que la cosa degeneró. El velado mensaje crítico que contenían algunas de las dichosas pelis desapareció durante la era Reagan, transformándose de ese modo en puros productos reaccionarios y de propaganda derechista. Por fortuna la culpa de todo eso la tuvo una sola peli, “El Exterminador”, grandioso título donde los haya, que le costó un millón de dolares al papuchi de su director, James Glickenhaus, y a cambio daría miles de billetes verdes durante su comercialización, sobre todo en vídeo.
¿Y que tiene “El exterminador” para ser la oveja negra del género?, pues una recreación casi sádica en la violencia más extrema, gratuita, injustificada, retorcida y enferma. Sí amigos, lo dicen los críticos de verdad: “El exterminador” es posiblemente la peli más truculenta del cine de justicieros producido los últimos 40 años. Eran los 80, ¡joder!, ¿que esperaban?
Escenas míticas como el gangster convertido en embutido por efecto de una trituradora, las balas rellenas de mercurio que perforan la entrepierna de un senador con una doble vida un tanto insana, el pederasta que arde en vida, la prostituta quemada con un soldador, los malísimos que ahostian a una viejecita para robarle la pensión, el colega del héroe mutilado por un garfio que le clavan y retuercen en la espalda (primer plano incluido), o la escalofriante y traumática decapitación hiper-realista, y ¡¡a cámara lenta!!, al inicio de la peli por obra y gracia del -fenecido- maestro de los efectos especiales Stan Winston (aunque él nunca la incluyera en su filmografía. Sin embargo, existe una prueba tan contundente como la página completa que les dejo al final de la reseña, aparecida el año 1982 en "The Bloody Best of Fangoria Vol.1". Ctrl + boton izquierdo del ratón para ampliar) han hecho de “El exterminador” una de las favoritas no solo entre fans del cine de acción, también entre adictos al horror y el gore más burro.
En el reparto destacan Christopher George (que había trabajado a las órdenes de Lucio Fulci en “Miedo en la ciudad de los muertos vivientes” y Juan Piquer en "Mil gritos tiene la noche"), Samantha Eggar en plena decadencia, Steve James (el Chuck Norris negro) y, ¡¡oooooh diosssssss!!, el gran Robert Ginty, portador de los mofletes más fotogénicos del mundo y convertido en héroe de video-club hasta su reconversión a director y posterior desaparición.
Un clásico de los anti-clásicos. Un tipo de cine que se ha perdido del todo y, si se recrea hoy día, es ya de forma autoconsciente y sin gota de honestidad... por brutal que esta sea.
Altamente recomendable.